I CERTAMEN. GANADOR: JAIME SEMPERE ROY
Jaime Sempere Roy fue el ganador del I Certamen, son el relato en lengua castellana SOPLA QUE SOPLA:
«Del pueblo a la
ciudad, y del país al mundo». Aquellas eran las palabras que empleaba mi
maestro, don Efrén, cuando, de niños, le preguntábamos qué era el progreso. ¡Pobre
hombre! De infinita paciencia y temple, seguro que pensó en abandonar Bielsa en
más de una ocasión. No solo tenía que lidiar con una hueste de críos, sino
también con nuestros mayores, que no veían con buenos ojos que un joven,
proveniente de Zaragoza, hubiera ocupado la vacante dejada por el cura del
pueblo, a excepción de mi familia, los Laborda.
Mi padre, barbero
de profesión, entabló amistad con él en cuanto pisó nuestra casa para cortarse
el pelo. Yo todavía no lo conocía; desde que el padre Juan me dio un bofetón
por mofarme ante otros compañeros de la voz del «Generalito», yo no había
vuelto a acudir a la escuela: suficiente tenía con cuidar del ganado junto al
tío Paco y preocuparme de ayudar a la abuela Laureana con el huerto.
Afortunadamente, aquello quedó en una anécdota tras la muerte del sacerdote. Y
es que, sin yo saberlo, podría haber puesto a mi padre en serios apuros, porque
había hablado de él ante mis amigos.
Sin embargo, la
abuela, que guardaba para sí el miedo de que matasen a otro de sus hijos, sí
que sufrió. Cuando se enteró de lo sucedido, se puso muy seria y me llevó a dar
de comer a las gallinas. Mientras estas picoteaban los restos de comida, me
habló de los dones y maldiciones con los que nacían los Laborda. Yo ya los
había escuchado antes por boca de mi padre, y este por boca del suyo: «Cuida,
Laborda; el desparpajo, la sinceridad y la cabezonería pueden ser una bendición
o conducirte a la perdición». Y para la yaya el hecho de haber perdido a su
marido en la maldita guerra así lo demostraba.
Quizás fuera ese el
motivo por el que ningún miembro de la familia olvidaba los horrores provocados
por la «Nueva España», cuyos símbolos jamás ocuparon un hueco en nuestra casa.
Cuando los vecinos y otros familiares huyeron tras los continuados ataques
aéreos fascistas, mi padre se negó a abandonar su hogar, de modo que reunió a
su mujer y a su madre recién enviudada, y organizó un retiro a una de las
bordas. Por aquel entonces, yo no había venido aún al mundo, pero parte de
dicho sufrimiento me sería transmitido al nacer, en 1950, cuando el pueblo
volvía a crecer de nuevo.
La llegada de don
Efrén a nuestra casa fue recibida por la abuela como una señal del cielo, bien
fuera porque el maestro había estudiado en el Seminario ―una suerte de
reconciliación con el Dios que la había abandonado―, bien porque yo ya podía
volver tranquilo a la escuela. El primer día que lo invitaron, la comida no
faltó en el plato y el pobre hombre tuvo que hacer grandes esfuerzos para
acabárselo todo.
―¿Quiere más, mozo?
―insistía continuamente la yaya Laureana ante sus negativas―. ¡Pero si está
usted en los huesos! ¿Acaso no comen en la ciudad? ―Y a continuación le caía
nuevamente otro cazo.
Mi padre, llegado
el momento, se vio obligado a intervenir:
―Madre, ¿qué manera
es esa de dirigirse a un maestro? ¿Y no ve que don Efrén no puede más?
―¿Cómo no va a
poder si todavía no hemos sacado la compota?
Aprovechando que
esta se iba a la despensa, invitó al maestro a acompañarlo a la cadiera,
librándolo del siguiente envite, y se dispuso a mostrarle su mayor orgullo.
―Verá ―le
explicaba―, muchos aseguran que es una satisfacción seguir la senda del padre
en un oficio, pero para mí lo que es un honor es recordar su memoria a través
de la música, una pasión que él me inculcó ―recalcó―. Cuando tenía la edad de
mi hijo, yo andaba siempre en busca de algo. No sabía qué era, pero recorría
los bosques, escuchando a la naturaleza salvaje, o me entretenía oyendo los
sonidos de los animales.
―¿Y consiguió
descubrir qué era, don Joaquín? ―preguntó el maestro.
―¡Oh, sí! ―exclamó―.
Aunque solo lo supe transcurridos unos años. Al regresar del campo, la montaña
o el bosque, mi padre me esperaba justo aquí, donde usted y yo estamos sentados
―señaló―. Nada más entrar en la casa, me indicaba que me acercara y que le
hablase de las faenas del día. Luego musitaba para sí, dejando que el humo de
su pipa flotase junto al hogar. A mí aquello me encantaba, y no tardaba en
reiniciar esa búsqueda. Cuando veía mi sonrisa, sus ojos se encendían
misteriosos y pasaba a hablarme de la música.
―¿La música?
―pareció dudar don Efrén, frunciendo ligeramente el ceño―. Creo que no lo
entiendo.
―Yo tampoco lo
hacía entonces ―compartió mi padre su misma opinión―. Pero él no hablaba de canciones,
melodías o ritmos: se refería a otra cosa. Cuando advertía mi confusión, me
decía con cariño: «¡Poderosas las llamadas de la música! A ti, la animal te
galopa por dentro, conduciéndote ante grandes riscos o extensos prados; y la
natural fortalece tu carácter, proporcionándote a la vez la tranquilidad de los
árboles y la lucidez del rayo. Yo también la sentí, hijo, si bien ahora me
llena la música del hogar. Tú has de hallar tu propia música, aquella que te
proporcione una paz interior; solo en ese caso podrás saberte feliz por haber
encontrado la música del alma».
En cuanto terminó,
todos permanecimos callados, meditando lo que acabábamos de oír. La yaya
Laureana no pudo contenerse y rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las
manos. Mi madre trató de consolarla, pero ella la apartó y se dirigió
temblorosa hacia la cadiera, en busca del calor de la lumbre.
―Tu padre, que en
paz descanse, era un buen hombre ―dijo secándose las lágrimas con el delantal―.
Me encantaba verlo fumar en pipa... era rara la vez que no sonriera, incluso
antes de ser llamado a filas. Sin embargo ―agregó―, no me atrevía a molestarlo
y dejaba que disfrutara en ese estado el mayor tiempo posible. Por las noches,
ya bajo las sábanas, yo le daba un beso y él me decía: «Mi raíz, mi paz». Esas
expresiones, tan distintas entre sí, han sido un enigma para mí hasta que te he
oído hoy, Joaquín. ¡Cuánto te pareces a tu padre! Él estaría muy orgullo de ti.
Mi abuela extendió
el brazo sobre el fuego y mi padre tomó su mano surcada de arrugas,
permaneciendo unidos de ese modo durante unos minutos. Mi madre, más parca en
cuanto a sentimientos, también se había emocionado: se agarraba el delantal con
las puntas de los dedos para reprimir las lágrimas. Yo me acerqué a ella, y los
dos nos fundimos en un abrazo. A continuación, mi padre se levantó y extrajo
con cuidado el objeto que quería mostrar a don Efrén, su preciada gaita. Con
las primeras notas, supe por primera vez a lo que se refería mi abuelo con la
música del hogar.
Finalizada la tonadilla,
todos aplaudimos, incluido el impresionado maestro; hasta ese día no había
visto tocar una gaita en vivo. Contagiado de aquella energía vibrante, le pedí
a mi padre que me dejara probar, pero él, como solía hacer, me respondió que
no, que quizás cuando fuese más mayor, pues se requería de fuerza y control
para soplar. Entretanto, la abuela se las había ingeniado para ir y volver de
la despensa con la compota de manzana, y ninguno fuimos capaces de decirle que
no. Afortunadamente, el dulce palió el mal sabor de boca ―aunque continuaba
ofuscado y no reparé en que la yaya le decía algo a mi padre―. La primera en
acabar el postre fue mi madre, y enseguida sirvió a los mayores un licor casero
que ella preparaba con frutos silvestres.
―Anda, Zilia
―exclamó mi padre―; échale un poco al chico para brindar.
―Pero, Joaquín...
―Que sí, mujer, que
sí ―insistió él―. Si ya es casi un hombre; además, mejor que lo pruebe aquí, en
casa, que no allá fuera.
A regañadientes, mi
madre accedió y me acercó un vaso. Por mi parte, yo estaba excitado y nervioso,
era la primera vez que iba a participar en un brindis. En esta ocasión, la yaya
Laureana fue la encargada de hablar:
―Por la llegada a
Bielsa de don Efrén; esperamos que se quede mucho tiempo entre nosotros.
―Por don Efrén
―coreamos todos al unísono, antes de beber.
Aquel brebaje me
abrasó al instante la garganta y no pude evitar toser, echándose a reír los
demás.
―No tengas
vergüenza, muchacho ―dijo el maestro―; a mí me pasó lo mismo cuando tenía tu
edad.
Y, sin saber muy
bien el porqué, yo me uní a sus risas mientras sentía que mis carrillos se
encendían. El resto de la tarde transcurrió apacible, entre charla y charla,
hasta que el sol comenzó a descender, poniendo fin a aquel encuentro. Don Efrén
se despidió de las mujeres, dándoles las gracias por la comida y el
recibimiento, y mi padre y yo lo acompañamos al exterior.
―Verá, don Efrén
―comenzó a decir mi padre tomándome por el hombro―, ¿cree usted que mi hijo
podría volver a la escuela? Nos vendría bien tener en la familia a alguien que
supiera leer, contar y escribir.
―No veo por qué no
―respondió el maestro―, pero ¿no cree que sería mejor preguntarle a él?
―Bueno, hijo, ¿tú
qué dices?
―No sé, padre; no
sé...
―Quizás podamos llegar
a un acuerdo ―insinuó―. Tú te comprometes a ir a la escuela por las tardes al
acabar con el ganado del tío Paco, y yo te enseño a tocar. Eso sí ―recalcó―,
ten en cuenta que aprender los misterios de esta magia no te resultará fácil y
que habrás de poner mucho empeño. Puede que yendo a la escuela te resulte más
sencillo; allí estoy convencido de que escucharás otro tipo de música. Y si tu
alma está llena, también lo estará tu boto y las notas que de él salgan.
―¿El «boto»?
―pregunté extrañado.
Este sonrió
satisfecho ―sabía que había captado mi interés―, pero antes de que pudiera explicármelo,
la abuela intervino:
―¿Hay o no hay
trato? ―gritó desde el otro lado de la puerta.
―¡Lo hay, yaya, lo
hay! ―resolví contento, mirando a mi padre.
Don Efrén estrechó
mi mano, felicitándome por la decisión, y me dijo que me esperaba el próximo
día en la escuela, cuando hubiese acabado de atender a los animales. Conforme
el maestro se alejaba en dirección al pueblo, nosotros volvimos al interior de
la casa, donde mi abuela me recibió con un sonoro beso en la mejilla, de esos
que nunca se olvidan. ¡Ay, qué tiempos aquellos!
Pese a mis
reticencias, la vuelta a la escuela no me resultó tan difícil como yo esperaba.
Al atardecer, solíamos reunirnos un grupo de ocho chicos de distintas edades; y
en tan solo un año y medio acabé de aprender a leer y a realizar operaciones
matemáticas básicas ―la escritura era caso aparte―. Independientemente de que
estuviese agotado, mi padre nunca faltó a su promesa, aguardando pacientemente
mi regreso por la noche para iniciar aquellas agradables veladas musicales.
Lo primero que me
enseñó fue a reconocer las distintas partes de la gaita y a colgármela
correctamente, con el bordón bajo el brazo derecho. Él me explicaba que esa
forma de coger la gaita era propia de nuestra tierra, distinta de la de otras
regiones. Yo solía prestar mucha atención, queriendo empaparme de sus
conocimientos. Mi primer tropiezo fue a la hora de soplar; no conseguía
mantener el suficiente aire en el boto como para que el instrumento sonase como
debiera. Aquello no le extrañó a mi padre; aquel era un arte que había que
trabajar y abonar como los campos, de sol a sol. No obstante, me daba ánimos
repitiéndome un refrán que, según él, le había trasmitido un gaitero de
Espierba, su mentor. «Sopla que sopla el aire, que en la tierra no hay quien lo
guarde», me decía. Y yo soplaba como si mi vida dependiera de ello, pero sin
éxito; solo los años me proporcionarían esa pericia.
Con la llegada del
invierno de 1964, uno de los más fríos, mi madre enfermó. Volvió un día muy
cansada de la plaza del mercado, sin poder respirar; la abuela le tocó la
frente y enseguida me hizo ir a por el doctor, don Ramiro. Este era un hombre
muy devoto, pero un buen profesional; nada más ver a mi madre, comprobar su
temperatura y auscultarle el pecho, nos informó de que tenía una afección
pulmonar. Recuerdo que mi padre se sentó en una silla y que la yaya Laureana se
santiguó, besándose con fuerza el dedo pulgar.
―¿Se recuperará, don
Ramiro? ―pregunté yo ingenuamente.
―Solo Dios lo sabe,
pequeño ―me respondió antes de abrigarse bien y abandonar la casa.
«¿Y eso qué querrá
decir?», pensé, puesto que yo no conocía a nadie que hubiese hablado con Dios.
Quise sonsacar a la yaya, pero mi padre me indicó que no con la cabeza. Aquella
Navidad no hubo festejos en casa de los Laborda; según mi padre no había nada
que celebrar, especialmente si tenía alguna relación con el tirano del cielo.
Mi abuela, quien habitualmente no consentía esos comentarios, callaba y asentía
cabizbaja. Pasaban los días, pero madre no mejoraba; todos insistíamos en que
comiera, aunque ella no quería: murmuraba que la gana se la había llevado la
nieve. Los únicos momentos en los que la veía relajada era cuando le leía algunos
pasajes de El Lazarillo de Tormes,
libro que don Efrén tuvo a bien prestarme. Poco a poco, la música del silencio
se fue instalando en nuestras vidas, hasta que el final fue ya inevitable.
Después del
entierro, mi padre pidió consejo al maestro: sentía que su mundo se derrumbaba.
Yo no supe entonces lo que este le dijo, pero partimos rumbo a Zaragoza antes
de que los «goluchos» anunciasen la proximidad del carnaval por las calles. La casa,
único hogar que yo conocía, así como las pocas tierras de las que disponíamos,
fueron vendidas, y nuestro pasado quedó encerrado en cuatro baúles que un
hombre tosco y huraño cargó sin ganas en un carromato. El viaje a nuestro nuevo
destino fue largo y penoso; pese a que atravesamos toda clase de poblaciones y
ciudades desconocidas ―incluida Huesca―, la alegría se había quedado atrás, en
los Pirineos.
La naturaleza
fabril de la gran ciudad tampoco nos ayudaría, manteniendo a los Laborda en un
estado de letargo del cual yo no veía cómo salir. Gracias a la ayuda de don
Efrén, tuvimos un techo bajo el que cobijarnos, pues había avisado a sus padres
de nuestra llegada. Estos eran una pareja sencilla que vivía en los arrabales
de la ciudad, al otro lado del río. Transcurrida una semana, encontramos un
nuevo lugar donde vivir, en el pasaje del Vado. El alquiler era barato y, al
constar de dos plantas, permitía combinar a la vez negocio y vivienda. Pronto
estuvimos instalados y mi padre comenzó a trabajar.
Yo me convertí en
su ayudante, con la idea de que pudiese desempeñar su misma profesión en un
futuro próximo; de eso era de lo que le había hablado mi maestro, de las
posibilidades que podía ofrecer la ciudad. Y él lo abandonó todo, sin pensarlo
siquiera... ¡Dichoso progreso! Tú hiciste que los días se transformaran en
meses y los meses en años, robándonos el ánimo. Con cada nuevo amanecer, la
figura de madre iba siendo más difusa, ahogada en los ritmos frenéticos del
jabón, el agua y la navaja de afeitar. Y mientras nosotros nos dejábamos
llevar, la agotadora monotonía entretejía su enmarañada red, una de lo que no
era fácil escapar.
La única que
parecía disfrutar de las ventajas del nuevo mundo era la yaya Laureana. Y,
curiosamente, sería ella la que con sus sonrisas iría recogiendo esa madeja de
hilo a la que llamábamos vida. En el Hogar del Jubilado entabló amistad con
personas en su misma situación, los que habían huido de la miseria del campo,
recobrando así la jovialidad de antaño.
―¡Ay ―nos decía―,
para qué molestarse! Zaragoza, más que una ciudad, es la suma de pueblos chicos.
―Y luego tatareaba alguna canción de la radio.
Y la mujer podía
tener su parte de razón, pero mi padre y yo nunca lo supimos ver, incluso
después de su muerte. Había pasado un lustro desde que dejamos Bielsa, y su
ausencia, por muchos pelos y barbas que uno enjabonara, cortara y lavara, dejó
un vacío imposible de llenar. Tras las últimas exequias, nada más hallarnos de
nuevo en aquella casa, desempolvé la vieja gaita de boto y soplé en su
interior, tocando una melodía que hablaba de dolor y pérdida. Mi padre la
escuchó con los ojos húmedos y, cuando acabé, me felicitó porque era la primera
vez que había tocado desde el corazón.
Aquel arranque de
tristeza supuso el inicio de una serie de cambios. Durante la jornada
siguiente, me dirigí a una cabina y telefoneé a la oficina postal del pueblo,
donde pedí que buscasen a don Efrén. Aguardé cerca de diez minutos, pero el
dinero invertido mereció la pena. Le hablé a mi maestro como un hombre adulto,
y él me respondió como tal. Me dijo que no me preocupara, que él se encargaría
de hacer los arreglos pertinentes. De regreso al pasaje del Vado, retiré la
mayor parte de los ahorros de la cartilla y se los di a mi padre. Ya era hora
de que dejase la ciudad y regresase a su verdadero hogar, donde pudiera reanudar
todo lo que dejó al morir mi madre. Él me miró fijamente, aunque no dijo nada,
y a la mañana siguiente nos despedimos con un abrazo antes de que subiera al
autobús. Aquella fue la última vez que lo vi.
¿Por qué me vendrá
precisamente ahora todo esto a la mente? Sí, hace ya bastante de aquello, pero
la memoria es caprichosa y, cuando evoca ciertos recuerdos, no hay quien la
detenga... El restallido de la percusión me devuelve al presente, transportando
el aire los sonidos de los tambores. Otros instrumentos se les unen, dando
comienzo al pasacalle, y, lentamente, en las plazas donde se detiene la
comitiva, la gente, espontáneamente, se pone a bailar. Dan una, dos o tres
vueltas, sin dejar de girar. Yo los acompaño, pero aún no participo;
simplemente escucho, cerrando los ojos, tal y como hacía mi padre en los
carnavales de Bielsa. Por un breve instante, siento que lo tengo cerca, a mi
lado; también oigo a mi madre, refunfuñando por el estruendo, y a mi abuela,
amansadora de fieras, tratando de calmarla. Seguidamente, se hace el silencio:
ha llegado mi momento.
―Sopla que sopla el
aire... ―susurra la voz de mi padre.
―... que en la
tierra no hay quien lo guarde ―murmuro yo.
Emocionado, dejo
que el pecho se cargue con las músicas de la vida, listo para insuflar los
sentimientos al boto. Los tambores aguardan, a la espera, y yo, sintiéndome
acompañado, me dispongo a tocar la gaita sabiendo que mi padre, hoy, estaría
orgulloso de mí.
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