I CERTAMEN. FINALISTA EN LENGUA CASTELLANA: DAVID GARCÉS ZALAYA.
David Garcés Zalaya fue finalista con el relato, en lengua castellana, ALIMENTO SU RECUERDO:
Como cada verano
volvimos a nuestro querido rincón de la Ribagorza. Gran parte de las vacaciones
las dedicábamos a compartir todo el tiempo posible con el tío Gervás, hermano
de mi padre. Hombre tan bueno como corpulento, y a mí me parecía un gigante,
así que debía de ser una gran persona.
Cuando llegamos
nos recibió en el porche de entrada a la casona haciendo sonar su inseparable
gaita de boto, aquella que le había acompañando durante toda la vida en los
momentos felices y en los que no lo fueron tanto. Siempre se había refugiado en
alguna tonada para aliviar el ánimo, o para ensalzar su alegría.
Los perros
andaban sueltos por allí y se alborotaban alrededor de nuestro vehículo,
ansiosos por comprobar quienes eran los forasteros que llegaban en aquella
soleada mañana del mes de julio.
Cuando el coche
se detuvo y nos permitieron salir, corrí a abrazar a mi tío.
—¡Sobrino!
¡Estás enorme, ya me superas en altura! —decía Gervás mientras me estrujaba en
un enérgico abrazo.
—¡En altura sí,
pero en fuerza todavía no! —invitándole a que relajara el nudo en el que se
habían convertido sus brazos, pues me estaba impidiendo respirar con
normalidad.
Entonces fue
consciente de su efusividad y aflojó el lazo. Seguidamente llegó hasta nuestra
posición mamá. Con una caricia en su mejilla y un dulce beso aplacó al gigante.
—Estás estupendo
Gervás. ¡Esa barba te sienta fenomenal! Los años no pasan por ti.
—Es lo bueno de
vivir en esta tierra, es dura, pero sana. No como vosotros en Barcelona, con
tanta polución y atascos. Perdisteis esto al largaros…
—Todos perdimos
algo más… —susurró mamá. Y la conversación se zanjó.
Al instante
llegó papá rodeado por todos los perros de la casona. Algunos le recordaban año
tras año, otros eran nuevos y simplemente curioseaban a su alrededor como
hacían sus hermanos de camada. Le encantaba todo aquello. Era su vida. Había
sido su vida…
—¡Hermano!
Ambos se
fundieron en un abrazo que les hizo emocionarse. Pese a todo lo que vivieron en
su momento, su amor fraternal era inquebrantable. Lo sabían, y se enorgullecían
de ello.
—¡Gervasio! ¡Qué
ganas tenía de volver a casa!
Tras ponerse al
día en todo lo referente a sus vidas, una copiosa comida, pues el anfitrión era
un gran cocinero, y echarse una pequeña siesta para aliviar el cansancio del
viaje, se dispusieron a dar un paseo por el pueblo y alrededores.
El tío ponía
toda su atención en su hermano, al fin y al cabo el lunes volvería a Barcelona
a trabajar, y mamá y yo nos quedaríamos unos días más. Yo prácticamente todo el
verano.
Tras la cena
ambos se fueron al bar del pueblo, a echar su partida de cartas correspondiente
y saludar a los vecinos que sólo veía de año en año. Me quedé en casa con mamá,
comprendí que querrían estar a solas y hablar de sus cosas.
—¿Qué haces? —la
encontré muy atareada cosiendo en el porche de entrada—. Apenas hay luz aquí.
¿No estarías mejor dentro?
—¿Y
desaprovechar esta fantástica noche encerrada? —dijo sin apartar la vista del
vestido que estaba cosiendo—. Escucha Martín… ¿Lo oyes?
—¿El qué?
—pregunté extrañado.
—Nada. No se oye
nada. Disfruta esta paz, no es lo habitual.
Sonreí y me
senté en una mecedora de madera. Continué mientras me balanceaba levemente:
—¿Qué estás
cosiendo? Parece un traje para una muñeca, o para alguna niña. ¿Es para alguna
sobrina o algo así?
—No bobo, es
para la gaita del tío Gervás. ¿No te has dado cuenta que la llevaba desnuda?
Una gaita de boto no debe ir en cueros, debe ir vestida como manda la
tradición.
— ¿Y por qué el
tío la llevaría así?
—Ya sabes cómo
es con sus cosas. Mejor no le preguntes. Yo cuando tenga el vestido listo se lo
prepararemos a modo de regalo.
Al día
siguiente, tras el almuerzo, papá debía marchar a cumplir con sus obligaciones
profesionales. Pasó la mañana junto a mamá visitando a antiguos vecinos y algún
que otro familiar lejano que todavía quedaba en el pueblo. Gervás y yo
estuvimos apacentando el ganado, preparando la comida de despedida de papá,
ordeñando, arreglando cuadras, en fin, en esa casa el trabajo no faltaba. Las manos
sí.
Madrugamos
mucho, me encantaba todo aquello. No me importaba el esfuerzo físico, al
contrario, me llenaba de vida. Hubiera sido muy feliz en aquellas montañas.
Lástima que mis padres tuvieran que emigrar en busca de otras posibilidades.
Nos estábamos
aseando debidamente en un fregadero que había en la parte trasera de la
hacienda, antes de entrar en la casa, dispuestos a preparar un guiso a base de
cabritillo especialidad del chef.
—¿Cuántos años
tienes, sobrino? —mientras se secaba las manos y cara con una toalla.
—Quince.
—Suficientes.
—¿Para qué?
—respondí mientras lo seguía a paso ligero por la casa.
—Para probar el
vino de esta casa, ya eres todo un hombre.
Llegamos a la
bodega, allí extrajo de una gigantesca pipa el vino suficiente para llenar
medio vaso de arcilla y me lo ofreció. Olía muy fuerte, pero estaba decidido a
darle un buen trago sólo por honrar la ofrenda que me hacía. Se le veía
emocionado.
—¡Espera
insensato! —me detuvo en el último suspiro.
—Lo siento tío,
no te entiendo —confuso esperé una aclaración.
—Que un aragonés
nunca debe beber solo… —y se sirvió otro vaso para él. Cuando tuvimos con qué
brindar hizo chocar ambos recipientes—. Y un charnego tampoco…
Noté la tristeza
en sus palabras. No me sentí ni ofendido, ni atacado, por aquella expresión.
—¡Qué más
quisiera yo que vivir aquí! En estas montañas soy un forano, y en mi ciudad un charnego.
¿Por qué demonios tuvieron que irse mis padres?
Se sentó lentamente
en la cadiera y comenzó a aplastar con sus manazas unas nueces que había en un
plato también de barro. Estaba claro que no necesitaba ningún utensilio para
hacerlas mil pedazos. Me ofreció algunas ya peladas.
—Pruébalas,
intensifican el sabor del vino.
Tras unos
segundos de silencio trajo su gaita de boto y tañó una melodía profunda y
melancólica que encogió mi corazón. Disfrutaba de su compañía, de sus
conversaciones inacabadas, su nobleza y esfuerzo. Me trataba como un adulto, y
lo agradecía. Hacía tiempo que había dejado de ser un niño.
—¿Por qué la
llevas desnuda? —interrumpí. La pregunta pareció hacerle recapacitar. Notaba
que estaba calculando cada una de las palabras que compondrían su respuesta.
Aprovechó el inciso para llenar de la pipa de nuevo nuestros vasos vacíos.
—Tengo varios
trajes.
—¿Y? ¿Sigues sin
responder a mi pregunta?
Mesó sus
cabellos y barba, estrujó varias nueces más, pegó un trago largo de vino y
señaló un antiguo mueble vajillero que presidía la bodega, justo enfrente donde
estábamos sentados.
—Cajón central
de la fila inferior.
Me levanté en
silencio y lo abrí con lentitud, como el pirata que descerraja el cofre del
tesoro ávido por comprobar su botín. Allí rebullían trajes de niña, a cual más
bonito, con diversos estampados, y rematados con volantes. Estuve sacando
varios de ellos y admirando su belleza un buen rato. Gervás seguía en silencio,
sabedor de que la conversación no había terminado. Se estaba armando de valor
para las respuestas que seguro iba a buscar.
—No lo entiendo
tío, son preciosos. ¡Ponle uno!
—Normalmente la
llevo siempre convenientemente vestida, pero al venir vosotros, no sé, me ha
dado reparo y los he guardado.
—Todavía te
entiendo menos. ¿Por qué?
—Por si
reconocía los vestidos… —masculló masticando otra nuez.
—¿Yo?
—¡No, idiota!
¡Tu madre! —contestó.
—Pero… ¿por qué
había de reconocerlos? —estaba totalmente perdido.
—Porque eran
suyos —tras unos segundos de silencio en los que no acerté a decir nada
prosiguió—. Cuando falleció tu yaya Juliana, ayudé a tus padres a vaciar la
casa. Estuvimos sacando muebles, ropas y demás cosas. Decidieron ponerla a la
venta, decisión que yo no compartía pues albergaba la esperanza de que con el
tiempo volvieran al pueblo, o que tú al menos la tuvieses disponible para
cuando quisieras. Siempre sois bienvenidos en mi casa, pero llegará un momento en
el que no os apetecerá aguantar al viejo cascarrabias en el que pienso
convertirme, y teniendo vuestra casa propia seguro que sería más fácil seguir
viniendo de vez en cuando a este recóndito lugar del Pirineo. De nuevo el
dinero en mano les interesó más que las raíces.
Lo miraba con
los ojos como platos y la boca abierta. Todavía no había concluido su
explicación y no comprendía globalmente el asunto.
—¿De nuevo?
—No te ofendas
Martín, pero si eres adulto para beber vino, lo serás para que te hable con franqueza.
Aquí nos gusta andar con la verdad de cara, y sin muchos rodeos —asentí con la
cabeza y prosiguió, me interesaba más lo que iba a contar que enfrascarme en
esta batalla—. Como te decía, cuando tus padres marcharon de nuevo a Barcelona
tras arreglar el tema de la casa de tus abuelos, tú no te acordarás porque
tenías sólo dos años, me quedé alguna cosa. Especialmente una… Los trajes de tu
madre cuando era niña. Tu abuela Juliana los guardaba todavía entre las muchas
cosas que sacamos de los viejos armarios. Tu madre pareció no darles ningún
valor y los apartó con las cosas de las que debíamos deshacernos tu padre y yo.
Antes de tirarlos, decidí hacerlos desaparecer. Nada más verlos supe en qué iba
a emplearlos. Quería tener un recuerdo de tu madre, y de tus abuelos a los que
tanto quería, éramos como familia…
—Un recuerdo,
¿de tu cuñada?
—Sí, Martín.
Hubo un tiempo en que estuvimos muy unidos —de nuevo volvió a llenar los vasos,
llevábamos ya unos cuantos y el vino comenzó a hacer mella en nuestras mejillas
y afloró la sinceridad escondida durante tantos años—. Antes de que huyera con
mi hermano… ¡No me esperó!
El silencio se
apoderó de la bodega. Yo seguía sentado en el suelo, apoyado en el mueble, con
el cajón abierto y varios trajes repartidos por alrededor. Gervás en la cadiera
pelaba nueces, el ruido que estas producían al resquebrajarse era lo único que
importunaba al sigilo que había inundado la estancia.
En el umbral de
las escaleras de acceso a la bodega apareció mamá, dos lágrimas surcaban su
rostro. Se había anudado un mandil a la cintura con la intención de ayudarnos a
preparar la comida. Estaba claro que había llegado antes de lo previsto.
Rompió el
silencio.
—¿Qué no te
esperé? —buscaba los ojos del tión, perdidos en el fondo vacío del vaso de
vino—. ¿Hasta cuando debía esperar? Hubiera sido tuya, ¡y lo sabes! Pero tu
cobardía te impedía dar un sólo paso. Y yo no me veía aquí, el resto de mi
vida, rodeada de mierda de vaca, perros y pulgas. ¿Y si nunca te decidías? No
iba a ser yo quien diera el primer paso…
—¡Qué orgullosa
has sido siempre Julia!
—Y tú que
cobarde… ¿Qué tenías que perder?
Entonces los
ojos de ambos chocaron en un encuentro esperado durante quince años, era el
momento de confesarse lo callado todo este tiempo.
—El amor de mi
hermano. Él estaba loco por ti, me hablaba día y noche de tus virtudes. A todas
horas. Yo sentía lo mismo, pero soy más reservado. Me hizo prometer que no
permitiría que nadie se acercara a ti. Estaba tan ilusionado que no pude hacer
otra cosa que cumplir su deseo. Y así lo hice.
—¿Y ya está? ¿No
luchaste? ¿Se me pidió primero, como los niños en el colegio?
—Luego te
quedaste preñada, y os fuisteis a Barcelona en busca de fortuna y huyendo de
tus padres.
—Eran otros
tiempos…
—¡Tonterías!
¡Debisteis quedaros aquí y afrontar la realidad! Yo hubiera procurado por
todos. Nunca os hubiera faltado de nada.
—No digas
sandeces Gervás. Teníamos que irnos. Mis padres no soportaban la situación. En
el pueblo ya sabes lo que ocurre…
—Destrozaste a
tus padres cuando desapareciste. ¡Eso sí que les hizo daño!
Entonces mamá,
secándose las lágrimas ganó unos segundos para susurrar…
—Yo todavía te
amaba. No podíamos quedarnos —cubrió su rostro con las manos—. ¿Por qué no
tuviste entonces la valentía para confesar todo esto?
—¡Maldición! —y
el puño de mi tío descargó toda la rabia contenida durante todo este tiempo
contra el tablero de roble de la cadiera haciendo que este se partiera en dos.
El vaso vacío y el plato con las nueces salieron despedidos por los aires, al
igual que mi madre, incapaz de soportar más aquella situación.
Gervás agarró la
gaita y emprendió a tocar otra tonada triste. No dejó de hacerlo durante horas,
tiempo suficiente para que a la llegada de mi padre toda la familia
regresáramos de nuevo a Barcelona, incluso contra mi voluntad, huyendo de la
realidad.
Creo que el tío
estuvo sin dejar de tañer su gaita hasta quedar sin aliento. Fue la última vez
que lo vi. La melancolía se lo llevó preso ese mismo invierno y perdió las
ganas de vivir. En su testamento dejó todas sus posesiones a mi nombre con la
condición de que a mi mayoría de edad me hiciera cargo de la hacienda, campos y
ganado. Y añadiendo una curiosa clausula en el mismo que decía:
“Querido
sobrino, si alguna vez se cruza el amor en tu vida, lucha por él. No lo dejes
escapar, y si no lo consigues no habrás perdido, pues habrás vencido a tus
miedos, a la cobardía y la inseguridad que provoca un corazón enfermo de amor.
Prométeme que siempre lo tendrás presente, y para ello mi gaita de boto es
tuya. Mientras suene, mi amor seguirá vivo”.
Desde entonces
no he vuelto a abandonar esta tierra, ni pienso hacerlo, y cada vez que agarro
el bufador e insuflo aire al boto alimento su recuerdo.
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