II CERTAMEN. FINALISTA EN LENGUA CASTELLANA: JAIME SEMPERE ROY

Jaime Sempere Roy fue el finalista en lengua castellana, con el relato APRENDER ES RECORDAR:


Pasos rápidos y atropellados, niños gritando, la antesala llena de voces curiosas y alegres. Aquel día, como sucedía cada quincena, la Comunidad se daba cita ante las puertas del auditorio, más conocido como la Sala del Recuerdo. Los allí congregados estaban expectantes, en especial los más pequeños, que disfrutaban contemplando los tesoros que representaban los tiempos pasados. Pero, por ahora, solo quedaba aguardar a que el Hacedor, el maestro de ceremonias, permitiese el paso a los ciudadanos.
Esta era una popular costumbre que se remontaba a ochenta generaciones atrás, cuando surgió la necesidad de aprender. Aquellos fueron años sombríos y de carestía, años en los que la esperanza parecía haber muerto, quizás sepultada y abrasada al igual que las ciudades y pueblos de la superficie. Era tal el sentimiento de añoranza y desesperación que el frío y la tristeza calaron más allá de los muros de hormigón y piedra que protegían aquel búnker subterráneo. Hasta que una voz profunda despertó a los demás y los obligó a recordar: era el primer Hacedor.
Una luz intermitente de color verduzco anunció la apertura de las puertas, y la Comunidad fue entrando lentamente. Sobre sus cabezas, una enorme pantalla emulaba el cielo del exterior, con todos sus elementos; un cielo donde en aquel momento brillaba el sol, acompañado de nubes claras, y los asistentes, instintivamente, se remangaron. El programador que diseñó aquel ingenio había considerado oportuno que las manifestaciones atmosféricas se sintieran en el interior, desde el calor sofocante de los trópicos hasta las temperaturas glaciales de las regiones árticas; incluso un día la reunión hubo que celebrarla con paraguas, un objeto del que muy pocos habían oído hablar.
Los habitantes paseaban curiosos sus miradas por las paredes en busca de alguna novedad antes de acomodarse por orden en aquel anfiteatro ―decorado recientemente con esculturas grecorromanas reconstruidas―, aunque era una tarea difícil, ya que los espacios se encontraban abarrotados de cuadros, planos, diseños, maquetas, etc., así como de pantallas que mostraban como había sido la vida allá arriba.
En la parte central de la sala, perfectamente a la vista, los esperaba el Hacedor, quien saludaba cortésmente a sus conciudadanos, bien con un movimiento de cabeza, bien con la mano. Era un hombre de mediana edad, de pelo oscuro y mirada penetrante, aunque su atributo más destacado era la voz; esta podía ser cálida y tranquila, pero también la podía modular hasta retumbar como el trueno si con ello conseguía transmitir su mensaje. Su misión consistía en mantener viva la realidad de antaño; ninguna persona podía olvidar de dónde venía. Si fallaba, el género humano no aprendería de sus errores, y quedaría eternamente condenado a repetirlos.
Cuando el aforo se hubo completado, este alzó las manos, pidiendo silencio.
―Sé que algunos de vosotros estáis tratando de localizar el objeto o el fenómeno del pasado del que os quiero hablar ―comenzó―, pero hoy no va a ser así. Como bien sabéis, hace poco, y gracias a nuestro departamento científico, hemos podido desplegar drones en el exterior. No ha sido una tarea fácil dar con la aleación que soportara las condiciones atmosféricas de la superficie, si bien gracias a los recubrimientos plásticos ha sido posible. Su tarea era explorar el perímetro de nuestra Comunidad, medir la calidad del aire y la radiación solar..., aunque ya todos conocemos el resultado de dichas pruebas. ―Hizo una pausa, eligiendo bien las palabras que iba a emplear, tratando de comunicar la mayor neutralidad posible―. El descubrimiento que hoy os traigo ha sido hallado casualmente, al explorar una red de cuevas. Allí dentro, resguardado de las inclemencias climatológicas del planeta, el dron ha encontrado un yacimiento, y he de decir que las imágenes muestran que se conserva en excelentes condiciones.
El auditorio prorrumpió en aplausos, era un gran hallazgo; sin duda pensaban que los restos arqueológicos proporcionarían un mayor conocimiento, un mayor acercamiento a la antigua humanidad, y eso era lo que el Hacedor quería inicialmente evitar.
―¡Esperad, por favor, esperad! ―gritó enérgicamente, no sin dolor, cesando los aplausos de inmediato―. Al igual que vosotros ―dijo con tristeza―, yo también celebré el descubrimiento con gran alegría. Sin embargo ―especificó―, el dron no volvió solo con las imágenes capturadas, sino que pudo traer en su interior distintos objetos, pertenecientes a una de las viviendas mejor conservadas. Y es del contenido de uno de ellos acerca de lo que hoy os quiero hacer reflexionar. Nosotros, en el presente ―remarcó―, decidimos construir este auditorio, la Sala del Recuerdo, porque no queríamos olvidar. No obstante, voy a informaros de un hecho insólito: cuando nuestros antecesores vivían arriba, la mayoría practicaba el olvido.
Tras esas palabras se generó un pequeño alboroto, y el espacio se llenó de murmullos desaprobatorios.
―Sí, así es ―confirmó el Hacedor―: parece imposible. ¡Pero de algún modo tuvo que desencadenarse la tragedia que tan bien conocemos y padecemos! No obstante ―matizó―, en este caso en particular, este olvido se debió a la evolución, a la pérdida de la cultura en pos del advenimiento de las grandes urbes y de la implacable implantación tecnológica. Los lugares antes llamados «pueblos» se vaciaron, desapareciendo con ellos la tradición rural y sus costumbres. Hubo intentos de solventar el problema, de dar una nueva vida a aquel conocimiento, pero nadie sabe actualmente si tuvieron éxito... Conservamos muy poca documentación de ese periodo de tiempo, pues apenas nadie registraba los hechos concienzudamente en papel. Y cuando llegó el Colapso, toda la información almacenada en los equipos informáticos desapareció del mismo modo que la gente que la había escrito. Por ello ―continuó―, el caso que hoy os presento pretende rendir homenaje a esas personas que mantenían vivos los recuerdos del pasado; de esta forma, su esfuerzo no habrá sido en vano.
Con el Hacedor a la cabeza, los aplausos volvieron a inundar la Sala del Recuerdo, aun con más fuerza, en memoria de aquellos héroes anónimos. Entretanto, el equipo de técnicos e informáticos preparaban en el espacio central los proyectores necesarios para la representación tridimensional que iba a conducir el Hacedor. Cuando estuvieron listos, agradeció su ayuda estrechándoles la mano y los invitó a sentarse junto al resto de conciudadanos.
―Los archivos de vídeo que a continuación vamos a reproducir ―introdujo― datan de mediados del siglo XXI, y fueron grabados en una región otrora montañosa, aunque aún no hemos podido precisar cuál era. Nuestros historiadores, además, han podido reconocer el dispositivo que los almacenaba: una antigua tarjeta de memoria. La calidad del vídeo y del audio es bastante pobre, pero nuestros restauradores han logrado extraer la mayor parte de la grabación. En ella veremos a una familia disfrutando durante un día de fiesta, si bien lo más interesante aparece al final, cuando se reúnen en torno a la mesa. Comencemos...
Las luces y pantallas de la Sala del Recuerdo se fueron apagando gradualmente, hasta quedar casi a oscuras. Poco después se pudo oír las voces de unos niños jugando, y un destello deslumbró a los asistentes: era la luz del sol entrando por una ventana, a medio abrir. En una pequeña habitación una niña peinaba a su muñeca y miraba constantemente hacia atrás, tratando de captar graciosamente la atención de la cámara. El vídeo no parecía revelar nada nuevo con respecto al mundo de antes, salvo las vivencias de una familia particular: su cuarto de los juegos, su comedor, su cocina, su salón... La madre había preparado un asado para comer y, con la ayuda de su marido, había puesto la mesa; parecía que iban a tener visita. Dos personas mayores entraron en la vivienda, repartiendo besos y carantoñas a los más pequeños, quienes rebuscaban en sus bolsillos en busca de algún regalo o premio. El abuelo cogió a su nieto y le hizo el caballito; trotó por toda la casa, sin parar de reír, no sin escuchar los reproches de su hija. «Papá, que ya tienes unos cuantos años», decía. Sin embargo, su marido y su madre estaban encantados, jaleando al corcel.
Tras un corte abrupto y una serie de fragmentos pixelados, parte de la familia aparecía sentada a la mesa, recién acabado el postre. Los mayores daban palmas al compás del ritmo de las gaitas que tocaban el hermano y la hermana. Pese a haber oído con anterioridad este instrumento, la Comunidad distinguió enseguida que aquellas cornamusas eran bien distintas, tanto por la forma de tocarlas como por la colorida vestimenta con vuelos que cubría el odre. «¡Qué orgulloso estoy de vosotros!», exclamó el abuelo cuando finalizaron. «Ya lo sabéis: al igual que me pasó a mí, la supervivencia de la gaita de boto está en vuestras manos. Si sopláis con fuerza y desde el corazón, esta os sobrevivirá, pasando a las generaciones venideras». Y poniéndose en pie, el anciano tomó el relevo a sus nietos y se dispuso a tocar. Antes de que se pudieran oír las notas, la imagen se desvaneció y el vídeo finalizó, encendiéndose las luces.
―Gaita de boto ―pronunció con lentitud el Hacedor, volviendo al centro de la escena―: un instrumento de viento que cayó en desuso durante varias décadas, en el siglo XX. Por lo poco que sabemos, se reintrodujo a finales del siglo XX y en los albores del siglo XXI, aunque desconocemos si la tarea de estos pioneros del recuerdo, nuestros verdaderos antecesores, llegó a buen puerto. Pero independientemente de ello ―remarcó―, nosotros tenemos ahora la oportunidad de recoger su testigo, de dar vida al anhelo que sentía esta familia. Mi duda es la siguiente: ¿es posible, con nuestros medios actuales, reconstruir la gaita de boto?
Un murmullo recorrió el graderío y los distintos artistas se miraron entre sí, dubitativos. Finalmente, un hombre se levantó.
―No hay tarea imposible ―dijo dirigiéndose al Hacedor―; además, nuestros avances en la ciencia de los plásticos sí que lo permiten. No puedo asegurar que podamos hacer una copia exacta, porque no disponemos de madera, pero se aproximará bastante.
―Muy bien, maestro Allué ―reconoció el Hacedor―. En nombre de la Comunidad deposito en vuestras manos esta empresa. Dispondréis de todos los medios a nuestro alcance; os deseamos mucha suerte. ―Y se llevó la mano al pecho, signo de gratitud y de respeto.
Los ciudadanos, ilusionados por poder recuperar el sonido de la gaita de boto, abandonaron la Sala del Recuerdo, no sin antes repetir ante el artista el gesto que le había dedicado el Hacedor. Cuando todos hubieron salido, este le indicó que se acercase, y el maestro Allué se aproximó al centro del auditorio para recibir toda la información con la que poder completar su tarea.

* * *

El barrio donde vivían los artistas era igual a los demás, salvo que con frecuencia la tranquilidad abundaba, solo rota por el repicar del cincel descargando sobre la piedra, las notas musicales o el ronroneo de las impresoras 3D, unos sonidos que se desvanecían en cuanto el modo atardecer era activado desde el control. Sin embargo, aquella noche, en el interior de una de las viviendas, no paraba de escucharse el continuo siseo de un hervidor de agua. El maestro Allué, encerrado en su taller, no paraba de tomar infusiones; necesitaba permanecer despierto: sabía que estaba muy cerca de acabar el diseño tridimensional de la gaita. Mientras repasaba por enésima vez los distintos puntos de anclaje en su tableta, no advirtió que unos pequeños ojos lo observaban.
―Papá ―musitó una voz somnolienta―, me habías dicho que te irías a dormir hace tres horas.
―Lo sé, Andrés. Anda, ven aquí. ¿Qué opinas? ―le preguntó mostrándole la pantalla.
El niño de ocho años tardó en reaccionar, no sabía si aún seguía dormido y aquello era un sueño. Sin embargo, en cuanto vio el modelado, reconoció en él a la perfección el instrumento del que les había hablado el Hacedor, aquel que tocaron chicos como él, hace más de un siglo.
―¿Cómo lo has conseguido hacer tan rápido? Yo siempre me atasco en mis lecciones...
―Es cuestión de práctica y paciencia, ya verás en un par de años.
―¡¿Quieres decir que podemos comenzar ya su impresión?! ―exclamó emocionado.
―No del todo ―observó el padre―. Fíjate en esta parte: es el boto. ―Andrés abrió muchos los ojos al escuchar la palabra―. Originalmente se fabricaba con una piel curtida de cabrito, vuelta hacia el interior, y posteriormente impermeabilizada.
―¡Vaya! Pero, papá, ¿cómo vas a sustituir la piel animal? Hace años que se extinguieron.
―Tranquilo ―contestó―, ya he pensado en eso, aunque tardaré un poco en resolverlo. Lo que sí podemos hacer ahora ―añadió― es preparar la impresión de las otras piezas para mañana.
―¿Me dejas introducir los comandos y preparar los filamentos de plástico?
El maestro Allué asintió con la cabeza, supervisando cada uno de los pasos que él realizaba. Estaba aprendiendo rápido, y lo sabía: Andrés tenía mucho más potencial del que él tendría jamás. En cuanto acabó, lo condujo a su cama y lo arropó con su manta preferida de fibra sintética, obra de su madre.
―Que descanses, hijo. ―Y le dio un beso en la cabeza.
Posteriormente, se dirigió a su dormitorio y contempló la cama vacía. Con resignación y tristeza se acostó, tratando de evitar aquellas emociones que solían bloquearlo. En su lugar, y sin quererlo, se puso a pensar en la familia que vivía en aquel pueblo, y una lágrima cayó por su rostro justo antes de dormirse.
El maestro partió con las primeras luces de la mañana, dejando una breve nota en la tableta de Andrés; si quería reunirse con el encargado de la fábrica de sintéticos, habría de estar allí antes de que comenzase la jornada de trabajo. Y tuvo suerte; al llegar a las instalaciones ubicadas en una galería subterránea diferente a las del resto de la Comunidad, este lo recibió sin demora y pidió que nadie los molestara. El hombre escuchó atentamente las especificaciones que debía tener el material que tenían que fabricar ―dúctil, con capacidad de veinticinco litros― y, tras hacerle unas preguntas de carácter técnico, lo despidió asegurándole que lo recibiría esa misma tarde. «Nos sentimos satisfechos de poder colaborar», le dijo. Aquella actitud amable sorprendió al artista, dado el enfrentamiento dialéctico entre los departamentos sintético y artístico, siempre disputándose los escasos recursos, si bien se imaginaba que el Hacedor habría intercedido.
El resto de la jornada transcurrió más rápido de lo que él pensaba. Procedió a imprimir las partes rígidas del instrumento, sus reguladores y sus cepos. Mientras la maquinaría hacía su trabajo, el maestro Allué continuaba estudiando la escasa información sobre la gaita de boto que había sobrevivido al Colapso. «¿Seré capaz de hacer que suene?». Aquella pregunta le torturaba, ya que si no resultaba, la Comunidad perdería un valioso recuerdo.
Un pitido indicó que el soplador estaba listo, y lo retiró cuidadosamente de la impresora, no sin antes limpiar y recoger los polvos que habían sobrado. Con mucho mimo, lo pulió para quitar las imperfecciones y que resultase agradable al tacto. A continuación, repitió el mismo proceso con el bordón, el clarín y la bordoneta, así como con el resto de partes menores. Ahora solo faltaba que el encargado de la fábrica cumpliese su compromiso. Y así fue: recibió el boto sintético antes de que su hijo llegase a casa.
Cuando Andrés regresó de la escuela, le sorprendió que el taller de su padre estuviera en silencio.
―Papá, papá ―llamó en repetidas ocasiones, aunque nadie respondió. Sin embargo, pudo oír un llanto leve que provenía del cuarto de estar, y allí se dirigió.
La pequeña habitación estaba a oscuras, apenas iluminada por las bombillas del exterior, pero pudo distinguir la silueta de su padre, recostado contra una de las paredes.
―Papá, ¿estás bien? ―preguntó preocupado.
Este alzó la cabeza y, moviendo un brazo, indicó a su hijo que se acercara.
El niño obedeció y se sentó junto a él.
―Toma ―dijo su padre aún con la voz temblorosa―, tápate con la manta que hizo tu madre.
Andrés compartió la manta con su padre, esperando que fuese él quien hablase, como siempre solía hacer en los momentos difíciles.
―Ya he acabado la labor que me encomendaron ―comentó, más sereno―. Allí está, sobre el aparador.
―¿Ha salido algo mal? ―quiso saber el pequeño, sin quitar la vista de la gaita.
―No, en absoluto ―resolvió el maestro―. Incluso la he probado: funciona perfectamente.
―¿Qué es lo que sucede entonces, papá? No lo entiendo.
―Cuando he acabado de armarla, me he dado cuenta de que me había olvidado un detalle. No es que sea importante, el instrumento puede tocarse..., pero sin él falta una de sus señas características, y no podía actuar sin consultarte a ti primero. Fíjate bien ―indicó―, pues desde aquí se ve, ¿qué es lo que le falta?
―No sé ―dudó Andrés al principio―. Espera un momento... Sí: ¡falta la tela que la recubre!
―En efecto ―reconoció el padre―, aunque no es una tela sin más, y tampoco es que la recubra, sino que más bien la viste. Parece lo mismo; la diferencia es muy sutil y depende de la intención y del cariño con el que uno lo haga ―explicó―. Tú recubrirías con tela un sofá, pero ¿recubrirías con tela a tus seres queridos?
―No ―respondió el niño tajantemente―, no son cosas: yo los vestiría.
―Veo que lo has entendido.
―¡¿Quieres decir que nuestros antecesores querían a la gaita como si fuera de la familia?!
―No exactamente, pero casi; para ellos era algo muy importante. Ya te habrán explicado en la escuela que cuando uno crea una obra, la siente como si fuera parte de él mismo. Con la música sucede de la misma manera: se crea un vínculo especial entre el músico y el instrumento. ―Los ojos del maestro se ensombrecieron―. Si queremos que la gaita de boto brille como hacía antaño, tenemos que recrear los sentimientos de aquellos que la tocaron. Y sé cómo hacerlo ―añadió―, hemos de regalarle algo muy personal, algo que nos recuerde el amor de aquellos que no están.
El maestro Allué se levantó nervioso del suelo y, con las manos temblorosas, buscó dentro de un ropero, extrayendo un trajecito.
―Este vestido se lo hizo tu madre a tu hermana mayor, Silvina. Tú no lo recordarás, pero ella te quería muchísimo. Se pasaba todas las tardes pegada a ti, jugando contigo ―relató―. Para tu madre y para mí supuso una gran pérdida, aunque tratamos de recomponernos para poder criarte a ti, que no eras más que un bebé de apenas dos años. Y después... ―Las palabras se le ahogaron―. Y después fallecería tu madre, a la que tú pudiste conocer bien.
―Todavía me acuerdo de ella, papá ―dijo Andrés cogiéndole la mano―. Venía todas las noches a verme cuando creía que estaba dormido. Me tapaba con su manta y me besaba, como haces tú ahora.
―Hay cosas que uno nunca debe olvidar.
―Lo sé ―afirmó el niño―, el Hacedor siempre nos lo dice.
―Dime, hijo mío, ¿te parecería bien que...?
Andrés no dejó acabar a su padre, y lo abrazó con fuerza. Ambos hombres, visiblemente emocionados, vistieron con cuidado a la gaita. Cuando terminaron, el padre le ofreció la gaita a su hijo y le explicó cómo hacerla funcionar.
―Sopla sin miedo, yo te ayudaré a sostenerla.
Un tímido sonido surgió del boto, y el hombre y el niño se estremecieron. Gracias a su generosidad no solo habían conseguido restaurar un objeto del pasado, sino que, gracias a él, la madre y la hija vivirían para siempre. Sin saberlo, la historia volvía a repetirse nuevamente.

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