II CERTAMEN. GANADORA: CRISTINA CIFUENTES


Cristina Cifuentes fue la ganadora de los relatos en lengua castellana con EL VESTIDO DE FLORES:
—¡Cómprame un vestido, padre! ¡Un vestido de flores, con volantes, como llevan las niñas que salen del Pilar!
            Pero el ciego sigue tocando la gaita y pidiendo limosna. Él no sabe cómo se visten las niñas. Lo ha olvidado. Tanto hace que es ciego que no ha conocido el rostro de su hija.
—¡Padre! ¡Mira qué lindo el azul con las flores rosas! Lo quiero así, padre. O no, mira, mira el blanco de las guirnaldas verdes y el doble volante abajo. ¡Cómo me gusta ése, padre!
Pinta la chiquilla rayuela en la plaza, busca un tejo y lo echa. Al ritmo de la gaita que toca el ciego, salta y empuja el tejo, uno, dos, tres, descanso, abre las piernas, cae con un pie a cada lado de la marca. Coge el tejo y lo echa de nuevo, salta a la pata coja, cuatro, cinco, descanso, cielo. Pero se aburre de jugar sola y se queda mirando a las niñas de los vestidos con volantes, a las niñas que salen de misa de doce y, mientras sus padres —ellos con bastón y sombrero, ellas con la falda larga, el mantón y el bolso de pedrería, se saludan entre sí, comienzan a jugar. Las chiquillas ahora se han puesto en círculo y una de ellas, en el centro, pasa sus manos juntas entre las de las otras, que las abren un poco, lo justo para que caiga, si la que paga lo suelta, el anillo del juego.
«Corre el anillo por un portillo,
pasó un chiquillo comiendo huesillos,
a todos les dio menos a mí,
eche prenda señorita,
quién-la-tiene:-¿Us-ted?».
¿Puedo jugar? —pregunta la niña. El ciego no pierde el ritmo de su sonar, pero aguza el oído. Todas callan, se miran entre sí. El corro se deshace y las criaturas salen riendo en distintas direcciones. Los tirabuzones saltan y ondean con el cierzo, a la par de los volantes de sus faldas. Cómo van a dejar que sus manitas blancas se froten entre las de esa sucia mendiga, con su saya de lana basta y el pelo como estropajo. Cesa la música y se oye hasta el suspiro de alivio de una de las señoras. Sabe el gaitero que es la misma que ha susurrado, mientras echaba una perra gorda —suenan distinto las gordas que las chicas, el ciego las distingue a la perfección—: «Tome limosna, hermano, por Dios», terminando la frase con idéntica exhalación. Sabe Agustín, el gaitero, que expresa más que nada alivio por no verse en su situación y que esa perra gorda es suficiente para acallar su conciencia. Luego se gastará tres, al menos, en comprarle a la vieja el maíz para que cada una de sus niñas eche a las palomas.
—¡Pilar! —llama el ciego a su chica—. Hala, vámonos, que ya no sale nadie de la basílica. Cuenta las perras, hija. Te he de comprar mañana el vestido que más te guste, cagüen sos.
Toca Agustín la gaita en la puerta del Pilar, a la salida de misa de doce. A su lado, sobre una pequeña mesa plegable, vende cucharas, espátulas y tenedores, cajitas, crucifijos, atriles de lectura o música, flautas sencillas, todo tallado en boj y olivo. Pasa las noches en vela, con una pieza de madera y su navaja, mientras vigila el sueño de su niña. Si le sube la fiebre, le coloca paños de agua fría en la frente. La criatura le mira con las mejillas arreboladas y los ojos brillantes, y un amago de sonrisa quiere florecer en sus labios, pero sólo brota un silbido constante y algún golpe de tos.
—Duerme, pequeña mía. Duerme. Que cuando te pongas buena te he de comprar el vestido más bonito que haya en to el Zaragoza.
La mujer de los suspiros le echa una perra gorda y pregunta:
—¿A cómo vendes las cucharas, ciego? ¿Quién te las talla?
—A peseta, señora. Las hago yo mismo.
La señora suspira y el viejo sabe que no le cree. Que cómo un ciego, pensará, va a poder tallar esas cajitas con dibujos de flores en la tapa, o los crucifijos con la filigrana perfecta.
—¿A peseta? Son caras. En el mercado las he visto a dos reales.
—Pero serán de pino, señora. Yo las hago con boj, que dura eterno.
Suspira la mujer y se va, al ver que el ciego no rebla ni rebaja el precio. El cierzo sopla helado, se entumecen los dedos del gaitero con tanto frío.
—¡Señora! —llama Agustín, tragándose la dignidad—. Si se lleva dos, se las dejo por una cincuenta.
—Ea —dice ella—. Ya está bien pues. —Y, mientras saca el monedero, pregunta—: ¿A la chiquilla que venía contigo, ya no la traes?
—La tengo malica, señora. Tuberculosis.
Lo mira la mujer, suspicaz, de arriba abajo. El ciego envuelve las cucharas con una hoja de El Noticiero. Ella suspira. Agustín sabe que duda, que no quiere creerle. Pero siente en la mano, que ha dejado de palma después de entregarle el paquetillo, caer las dos pesetas y la escucha decir:
—Anda, quédatelas y cómprale medicamentos a la cría.
Suenan los tres cuartos para la una. Hace calor este verano. El sol da de pleno en la puerta de la plaza del Pilar. Las niñas que han salido de misa de doce juegan a la goma:
«En la calle veinticuatro
ha habido un asesinato
una vieja mata un gato
con la punta del zapato
pobre vieja, pobre gato
pobre punta del zapato».
El ciego, al oírlas cantar, ha dejado de tocar y abraza su gaita de boto. El odre está vestido con una falda azul con rosas estampadas, terminada en volantes.

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